Antonio Álamo ha escrito una pieza contando la vida de Abel Mora, un actor secundario que a su vez es quien la interpreta y a quien vemos en el escenario en un ejercicio extremo de autoficción. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera que aquí lo “autorreferencial”, ese término tan manido y en boga en las performances, es una autoficción de vida o muerte, taladrada por 15 operaciones crepusculares tras serle diagnosticado un cáncer. Es evidente que no hay relación de causalidad entre el ser actor o no y la enfermedad –lo mismo ocurre con el resto de profesiones–, pero el solo hecho de saber que estamos ante un artista que se interpreta a sí mismo en el momento más trascendental de la vida… radicaliza el testimonio, restalla las costuras a la convención y nos convierte en espectadores angustiados viendo al funambulista, paso a paso, atravesar el abismo por un hilo de alambre. Aunque la gracia y el arte de Abel y Álamo consiste en hacerlo sin sentimentalismos, con el claroscuro agridulce de la chirigota y el gesto aciago del payaso trágico. Porque su risa, en el fondo, es la misma que la del Joker de Joaquin Phoenix, tal y como se nos anuncia al comienzo tarareando el Rock & Roll de Gary Glitter, a capela, acompañado por Maka Rey, la actriz que representará a la Parca y el complemento ideal para un monólogo que le busca las cosquillas al más allá por el lado lúgubre del más acá, es decir, por el lado del desgarro y la existencia hiriente.
Nada es mentira en este endiablado juego consistente en lograr que la verdad de la vida coincida con la verdad de la escena. Abel Mora lo consigue vestido de clown, con aire desaliñado, camiseta de tirantes, pantalón corto, calcetines, sandalias, y con un humor negro a medio gas, alejado de las soflamas incendiarias y de los chistes fáciles, para así ganar firmeza y naturalidad. Pesaba 130 kilos cuando empezó el viacrucis que lo llevaría de quirófano en quirófano en un sinfín de operaciones –una de 9 horas– y muchas complicaciones infecciosas, pasando por un coma de ultratumba donde llega a ver una lucecita inalcanzable al final del túnel, del que resucitará más tarde para volver a recaer una y otra vez hasta conseguir la condición de superviviente, que es cuando uno empieza a encontrarle el gusto a los bocadillos de jamón, a fumar un cigarrillo que sabe a humo celestial y a las pequeñas cosas bellas que tiene la vida. A Abel lo acompaña Maka Rey, maravillosa cantante y sensual figura que encarna a la Muerte y su materialización en forma de enfermeras y médicas seductoras. Las canciones a dúo y un espacio sonoro rítmico, onomatopéyico, es el distintivo original que dota de cohesión al conjunto y hace que la propuesta sea peculiar y sugestiva, escalofriante en lo que tiene de aviso para los reveses que podemos encontrarnos a la vuelta de cualquier esquina.
Hay en el “sí a todo” y el “cortar por lo sano” de Abel Mora una lección de resignación ante lo inevitable, pero también un estoicismo y una entereza ejemplar tanto para la vida como para el teatro. Estamos ante un “directo” que acaricia y araña con una experiencia vital sin paliativos, sin heroísmos épicos, con sabiduría popular –”si no está pa ti, no está pa ti”– de dulce acento gaditano. No apto para hipocondriacos, es cierto, pero sí para todos aquellos con sentido del humor que disfrutan con historias medulares, necesarias, bien contadas y con mucho arte. Un modelo de coherencia, sencillez y resistencia, para los tiempos que corren.
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